domingo, 11 de octubre de 2015

Gracia divina.

Siempre fui un fracasado dado a la bebida y a todo lo que pudiera evadirme un mínimo de mi reflejo, ese que nunca soporté ver en el espejo. Todo lo que he tenido en la vida lo he perdido. Mis hijos no me conocen, y quizá sea mejor así. Mi exmujer me abandonó y cuidó sola de los críos; ella siempre fue una mujer fuerte, se merecía liberarse de mi debilidad.
Hay veces en las que casi me asquea el desear que alguien me ayude, o me entienda, o me escuche, o me saque de esta maldita y fría acera; no lo merezco, nunca lo merecí, siempre esperaba de los demás y nunca hice nada con mi vida, nunca hice nada por mi cuenta. Nunca. Y por eso ahora no tengo hogar, no tengo vida, ni nombre. Nada. Y eso está bien.
Tampoco he sido demasiado religioso, pero desde luego, Dios existe, lo he visto. Todos los días desde hace un par de meses. En esa maldita sonrisa amable que me dedicaba sin merecerlo los primeros días, en la comida que me traía preparada por su mujer para mí al pasar las semanas, y también lo veo a diario, ahora que han pasado los meses y a veces se queda hablando conmigo mientras termino la única comida que puedo hacer en todo el día, la que él me trae.
Un día hablamos hasta tarde, sobre muchas cosas, y uno de los temas fue la religión, mira tú por donde. El hombre, quizá unos pocos años más joven que yo, era ateo, completamente ateo. No podía comprender cómo él, que tenía esa mirada piadosa y actuaba como si fuera gracia divina mirándome donde nadie veía, cómo él, que era claramente la voz y la calidez de Dios, podía ser ateo.
La gracia de Dios se encuentra a veces donde menos puedes esperarlo. Y aunque él insistió en que dejara de verlo como un ser bendito, como un santo, lo siento, pero no puedo hacerlo, en este mundo tan frío sólo alguien mandado por Dios podría actuar así, hasta casi recomponer mi alma de una manera que no creo merecer.
Seguramente se decepcione cuando no me encuentre donde siempre, y quizá se dé cuenta, por algún cotilleo, de que el vagabundo de la esquina del parque ha muerto. Y creo que se sentirá tan decepcionado como apenado. Pero lo siento, he vivido mucho, y ya nada puedo ofrecer, y tampoco merezco recicibir. Está bien si muero, a nadie le molestará, mi exmujer no preguntará por mí, ni si quiera sabe de mi situación; mis hijos no saben que tienen un padre; y para el resto de la gente que deambulaba por el parque sólo será un alivio no verme más ahí y no tener que fingir que no me ven, o no sentir más miedo por si se me ocurría robarles. Sí, todos ganan si muero esta noche. Me voy de este mundo tranquilo, y con la calidez de haber conocido a través de un hombre el cariño, la calidez y la gracia de Dios, aunque no la mereciera.